Dos estaciones sobre Paul Celan

Por María Malusardi

Fue el más grande poeta en lengua alemana en la segunda mitad del siglo XX. Su vitalidad y destreza con la palabra lograron purgar el lenguaje germano de la podredumbre nazi y devolverle poeticidad, pero no pudo ser salvado de sí mismo y sus fantasmas de Auschwitz. Revista Kunst lo homenajea en un nuevo aniversario de la liberación del campo de exterminio.

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“La tajante elipsis de Celan requiere más paciencia, exige discreción.”

Jacques Derrida

Uno

“¿Por qué el campo de la herida es el más próspero de todos?” Este verso de René Char advierte que la poesía siempre inquiere, nunca responde. O bien, podría decirse que un poeta responde a otro poeta y así la trama es infinita desde Homero hasta Paul Celan: Lo leído hasta provocar heridas. Lo herido hasta provocar escritura y ojos que no claudiquen. Ciégate desde hoy: / incluso la eternidad está llena de ojos. “Pero privarse de ver es todavía una manera de ver. La obsesión de los ojos designa algo distinto a lo visible”. Ahora es Maurice Blanchot, con su insidiosa lucidez, trazando lo rotundo de la obra de Celan.

            Se trata de ver lo que visto es imposible. Los poemas de Celan dañan. Y si es hermético –atribución que siempre le molestó- es porque el dolor supera la tolerancia del lenguaje. El hermetismo previene contra la obviedad. El efecto del poema retarda el sentido. Y cuando llega es fulminante. No hay agonía sino persistencia en el morir.

 

“¿Quién

dice que se nos murió todo

cuando se nos quebraron los ojos?

Todo despertó, todo comenzó.”

 

El poema resucita. En el acto de anunciar, lo quebrado –lo herido- resplandece impotente en la palabra.

“Sabes, el espacio es infinito,

sabes, no necesitas volar,

sabes, lo que se escribió en tu ojo

nos profundiza lo profundo.”

Se escribe dentro del ojo (sobre el ojo como sobre el papel) lo que el ojo mismo lee, lo que el ojo graba del mundo mientras mira (lo que visto es imposible). Y se inscribe en la profundidad de lo profundo: el ojo, una totalidad desnuda donde caben los ríos, los mares y los muertos, los campos (todos los campos) y el amor (y también sus ruinas). El ojo asume la escritura porque allí el mundo se relata y luego se desintegra. El lenguaje se desintegra donde la humanidad es trizas.

“Con todo lo que dentro cabe,

también sin

lenguaje.”

Se vive bajo el tejado del lenguaje, dice Hans – Georg Gadamer (que dice Celan): “El poeta -¿o todos nosotros?- intenta desmontar sílaba a sílaba, es decir, de forma esmerada e infatigable, aquello que oculta.”

“desmonté el tejado

que nos cubría, teja a teja,

sílaba a sílaba”

“‘Poético’ es lo que corta en nosotros el deseo de reducirlo a las medidas de la razón”. George Bataille ruega por la humedad de las almas tiesas. Por la fertilidad de lo indomable en los ojos disecados que abundan en estos tiempos.

 

“Lo inescrito, en-

durecido en lenguaje, pone

un cielo al descubierto.”

Lo inescribible revela porque ya no hay lenguaje. Es el poema que sangra. Es el cielo que se ha marchado y nos deja abiertos. Es la palabra que añora lo perdido en los hombres.

“una palabra, con todo su verde,

vuelve sobre sí, se transplanta,

 

síguela”

Ir detrás. Rozarla y perderla. Ir detrás de la palabra para ser.

Dos

Ser Paul Celan no habrá sido fácil. Su intensidad y altura interior no ayudaban. Ser judío, en aquellas primeras décadas europeas, menos. Tarde o temprano llegaban el acoso, la persecución, la muerte. Nació apellidado Antschel, en Czernowitz, entonces Rumania. Su mejor juventud transcurrió en la peor época: desde 1938, cuando comenzaba sus estudios universitarios. Medicina era la carrera que le había destinado su padre. Pero ya Hitler derrapaba y las universidades estaban vedadas para los judíos. Viajó a Francia y comenzó allí sus estudios académicos. Luego supo que lo suyo era el lenguaje: su madre le había transmitido la pasión por la lectura. Celan regresó a su ciudad y el estallido de la guerra lo obligó a abandonar lo previsto, y entonces se embarcó en filología. Luego llegaron el gueto, la estrella amarilla en el brazo y, sobre todo, la incomprensión. Cómo entender. Durante el primer período en el gueto, Celan tradujo al alemán los sonetos de Shakespeare. El alemán era su lengua primera. También sabía rumano, francés, hebreo, idish, ruso. Pero el alemán era su lengua. En alemán escribió su obra. Lengua asesinada, definió Derrida. Y Celan la resucitó, la hizo otra, la sacó del horror para llorarla. “Uno no puede expresar su verdad más que en su lengua materna; en una lengua extranjera, el poeta miente”, decía.

            No importa la precisión de los años. Todo transcurrió en ese infierno que va del 39 al 45. Celan escapó y se escondió. Sus padres tuvieron la misma posibilidad, pero no quisieron. O no pudieron. O no entendieron. Los trenes silbaron bajito, las almas amordazadas abandonaban los cuerpos. Su padre murió de tifus en el campo de concentración. Su madre recibió un balazo en la cabeza. Celan se culpó de no haberlos salvado. El estigma del judaísmo se prolongó en la culpa del amor.  El dolor se lo dio, en bandeja, el mundo. Y él lo recibió como a un hijo muerto. De ahí en más, del 45 en adelante, el derrotero fue casi imposible, pero próspero. La poesía fluía, las traducciones lo mantenían, los poetas lo abrazaban. “Estábamos muertos y podíamos respirar”, escribió. Y así habitó este mundo.

            Vivió en Viena y Bucarest hasta que se instaló en París, donde se casó con Gisèle de Lestrange. El primer hijo murió al poco tiempo de nacer. Luego llegó Eric.

Algunos de sus vínculos fueron intensos. Mantuvo una amistad por correspondencia con la deslumbrante poeta Nelly Sachs, exiliada en Estocolmo. Sus cartas donan belleza línea a línea: “Querido Paul, todos tus poemas están conmigo en tiempo de dolor”. Con Ingeborg Bachmann se amaron paciente y tortuosamente, hasta el final; su intercambio epistolar resulta una pieza literaria: “Pero no es eso solamente, la palabra. También quiero estar mudo contigo.” Heidegger fue su talón de Aquiles. Se admiraban, sí, pero el filósofo nunca admitió su equívoco severo ni agachó la cabeza. El gesto soslayado fue feroz para Celan.

Mientras, hurgaba en enciclopedias y diccionarios, como Borges. Amaba a Hölderlin, a Rilke, a Trakl y a los rusos. Traducía y enseñaba. Leía y escribía. Se encendía y se apagaba. Hubo internaciones en psiquiátricos. Mucha tristeza, mucha desazón. Alegría, poca.

            En 1967, él y su mujer decidieron que viviera solo. “Ya no podía ayudarlo, solamente destruirme con él, y estaba Eric. Creo que Paul a veces lo comprendía. Ha sido muy duro”, confesó Gisèle a Ingeborg Bachmann, en una carta fechada el 23 de noviembre de 1970.

Ese año, sobre la avenida Emile Zola, Celan habitaba un apartamento pequeño con pocos muebles. Una mañana de abril, sobre el escritorio donde trabajaba, encontraron la biografía de Hölderlin abierta. “A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo de su corazón”, había subrayado. Hacía días que Celan ya no estaba. Un pescador encontró su cuerpo en el río. “Paul se arrojó al Sena. Eligió la muerte más anónima y más solitaria. Qué otra cosa puedo decir, Ingeborg. No supe ayudarlo como habría querido. // Eric va a tener 15 años el mes próximo. // Un abrazo. // Gisèle Celan.” París, 10 de mayo de 1970.

            “La cura que la escritura le proporcionaba no era suficiente, no ha sido suficiente. Saltos en balde. Siempre en la sala de los gritos, apretujado en los instrumentos de tortura. Cada vez, un cielo de tinta. Cada día trae finalmente su golpe.” Fueron acaso las palabras más dolorosas de toda la obra Henri Michaux.

            Amapola y memoria; De umbral en umbral; Reja de lenguaje; Rosa de nadie, Cambio de aliento; Compulsión de luz; Parte de nieve; La arena de las urnas. Hermosos títulos y más hermosos versos. “La verdadera obra de arte es justamente el intento de traducción de lo intraducible. ¿Cómo se hace posible la imposible vida humana?” Lo escribió Murena, no a propósito de Celan, pero cabe en él hasta el ahogo.

Socavadas

por el rompiente del dolor,

amargo en el alma,

 

en medio de lo sumiso a la palabra

erguidas, libres.

 

Las vibraciones, que otra

vez se

anuncian

en nosotros.

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